Llamadas que no tienen fin y de pronto parecen sin inicio,
encuentros maravillosos que al parecer duraban minutos y con el tiempo se vuelven eternos, detalles incesantes convertidos en regalos forzados,
celebraciones románticas que luego simplemente llamamos compromisos,
dulces celos que luego pasan a convertirse en aguda desconfianza,
momentos de espera incondicional convertidas en un “¿hasta qué hora te espero?”.
Y finalmente nos acostumbramos... Siempre nos acostumbramos.
Sino cómo se justifica el hecho de que una mujer permanezca con el mismo tipo un sinfín de años a sabiendas de que el mencionado tal vez no cumpla todas las expectativas pero como dice el dicho: “es mejor indio conocido…”.
Cómo se justifica que muchas estén a la espera de alguien que las rescate de su propia vida y de su propia piel para finalmente empezar a sentirse dignas.
Cómo sino se justifica que perdonemos eternamente casi sin importar el daño y peor aún… que se venda el perdón a cambio de algún regalito caro.
Como se justifica que alguien acepte mantener una relación en secreto durante tiempo indefinido porque… “así es mejor”.
Y qué decir de todas las valientes mujeres enredadas con un pobre hombre que tiene muchos problemas, un trabajo agotador, su equipo perdió y a esos hechos atribuye la razón de todos sus desplantes, rechazos, eventuales aventuras y humor huraño. “Es que el pobre…”.
Y la que lo llama incesantemente para saber qué pasó con él porque hace dos días dijo que devolvería la llamada y aún no lo hace.
Está de más mencionar a quienes aceptan la fugaz y poco gratificante experiencia de involucrarse con un hombre casado con la única intención de divertirse un rato pero lo único que les queda es una sensación de vacío.
Y a la que tiene el fruto de un extinto amor en su vientre pero que aún lo espera…
Y al final siempre estamos envueltos todos en el mismo rollo.
¿Verdaderamente se necesita ceder tanto para tener una relación saludable?
Tal vez.
Probablemente.
Depende, eso… depende.
Aún falta valor.